http://www.aciprensa.com/controversias/catolicomason.htm
A lo largo de su historia la Iglesia católica ha condenado y desaconsejado a sus fieles la pertenencia a asociaciones que se declaraban ateas y contra la religión, o que podían poner en peligro la fe. Entre estas asociaciones se encuentra la masonería.
Actualmente, la legislación se rige por el Código de Derecho Canónico promulgado por el Papa Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, que, en su canon 1374, señala:
"Quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia debe ser castigado con una pena justa; quien promueve o dirige esa asociación ha de ser castigado con entredicho".
Esta nueva redacción, sin embargo, supuso dos novedades respecto al Código de 1917: la pena no es automática y no se menciona expresamente a la masonería como asociación que conspire contra la Iglesia.
Previendo posibles confusiones, un día antes de que entrara en vigor la nueva ley eclesiástica del año 1983, fue publicada una declaración firmada por el Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En ella se señala que el criterio de la Iglesia no ha variado en absoluto con respecto a las anteriores declaraciones, y la nominación expresa de la masonería se había omitido por incluirla junto a otras asociaciones. Se indica, además, que los principios de la masonería siguen siendo incompatibles con la doctrina de la Iglesia, y que los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas no pueden acceder a la Sagrada Comunión.
En este sentido, la Iglesia ha condenado siempre la masonería. En el siglo XVIII los Papas lo hicieron con mucha más fuerza, y en el XIX persistieron en ello. En el Código de Derecho Canónico de 1917 se excomulgaba a los católicos que dieran su nombre a la masonería, y en el de 1983 el canon de la excomunión desaparece, junto con la mención explícita de la masonería, lo que ha podido crear en algunos la falsa opinión de que la Iglesia poco menos que aprueba a la masonería.
Es difícil hallar un tema -explica Federico R. Aznar Gil, en su ensayo La pertenencia de los católicos a las agrupaciones masónicas según la legislación canónica actual (1995)- sobre el que las autoridades de la Iglesia católica se hayan pronunciado tan reiteradamente como en el de la masonería: desde 1738 a 1980 se conservan no menos de 371 documentos sobre la masonería, a los que hay que añadir las abundantes intervenciones de los dicasterios de la Curia Romana y, a partir sobre todo del Concilio Vaticano II, las no menos numerosas declaraciones de las Conferencias Episcopales y de los obispos de todo el mundo. Todo ello está indicando que nos encontramos ante una cuestión vivamente debatida, fuertemente sentida y cuya discusión no se puede considerar cerrada.
Casi desde su aparición, la masonería generó preocupaciones en la Iglesia. Clemente XII, en "In eminenti", había condenado a la masonería. Más tarde, León XIII, en su encíclica "Humanum genus", de 20 de abril de 1884, la calificaba de organización secreta, enemigo astuto y calculador, negadora de los principios fundamentales de la doctrina de la Iglesia. En el canon 2335 del Código de Derecho Canónico de 1917 establecía que "los que dan su nombre a la secta masónica, o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas, incurren ipso facto en excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica".
El delito -según Federico R. Aznar Gil- consistía en primer lugar en dar el nombre o inscribirse en determinadas asociaciones (...) En segundo lugar, la inscripción se debía realizar en alguna asociación que maquinase contra la Iglesia: se entendía que maquinaba "aquella sociedad que, por su propio fin, ejerce una actividad rebelde y subversiva o las favorece, ya por la propia acción de los miembros, ya por la propagación de la doctrina subversiva; que, de forma oral o por escrito, actúa para destruir la Iglesia, esto es, su doctrina, autoridades en cuanto tales, derechos, o la legítima potestad civil" (...) En tercer lugar, las sociedades penalizadas eran la masonería y otras del mismo género, con lo cual el Código de Derecho Canónico establecía una clara distinción: mientras que el ingreso en la masonería era castigado automáticamente con la pena de excomunión, la pertenencia a otras asociaciones tenía que ser explícitamente declarada como delictiva por la autoridad eclesiástica en cada caso.
Los motivos que argumentaba la Iglesia católica para su condena a la masonería eran fundamentalmente: el carácter secreto de la organización, el juramento que garantizaba ese carácter oculto de sus actividades y los complots perturbadores que la masonería llevaba a cabo en contra de la Iglesia y los legítimos poderes civiles. La pena establecía directamente la excomunión, estableciéndose además una pena especial para los clérigos y los religiosos en el canon 2336.
También se recordaban las condiciones establecidas para proceder a la absolución de esta excomunión, que consistían en el alejamiento y la separación de la masonería, reparación del escándalo del mejor modo posible, y cumplimiento de la penitencia impuesta. Las consecuencias de la excomunión incluían, por ejemplo, la privación de la sepultura eclesiástica y de cualquier misa exequial, de ser padrinos de bautismo, de confirmación, de no ser admitidos en el noviciado, y el consejo -en este caso a las mujeres- de no contraer matrimonio con masones, así como la prohibición al párroco de asistir a las nupcias sin consultar con el Ordinario.
A partir de la celebración del Concilio Vaticano II, un incipiente diálogo entre masones y católicos hizo que la situación comenzara a cambiar. Algunos Episcopados (de Francia, Países Escandinavos, Inglaterra, Brasil o Estados Unidos) empezaron a revisar la actitud ante la masonería; por un lado, revisando desde la historia los motivos que llevaron a adoptar a la Iglesia su actitud condenatoria, tales como su moral racionalista masónica, el sincretismo, las medidas anticlericales promovidas y defendidas por masones; y, por otro lado, se cuestionó que pudiera entenderse a la masonería como un solo bloque, sin tener en cuenta la escisión entre masonería regular, ortodoxa y tradicional, religiosa y apolítica aparentemente, y la segunda, la irregular, irreligiosa, política, heterodoxa.
Estos motivos y las más o menos constantes peticiones llegadas de varias partes del mundo a Roma, diálogos y debates, hicieron que, entre 1974 y 1983, la Congregación para la Doctrina de la Fe retomase los estudios sobre la masonería y publicase tres documentos que supusieron una nueva interpretación del canon 2335. En este ambiente de cambios, no extraña que el cardenal J. Krol, arzobispo de Filadelfia, preguntase a la Congregación para la Doctrina de la Santa Fe si la excomunión para los católicos que se afiliaban a la masonería seguía estando en vigor. La respuesta a su pregunta la dio la Congregación a través de su Prefecto, en una carta de 19 de julio de 1974. En ella se explica que, durante un amplio examen de la situación, se había hallado una gran divergencia en las opiniones, según los países. La Sede Apostólica no creía oportuno, consecuentemente, elaborar una modificación de la legislación vigente hasta que se promulgara el nuevo Código de Derecho Canónico. Se advertía, sin embargo, en la carta, que existían casos particulares, pero que continuaba la misma pena para aquellos católicos que diesen su nombre a asociaciones que realmente maquinasen contra la Iglesia. Mientras que para los clérigos, religiosos y miembros de institutos seculares la prohibición seguía siendo expresa para su afiliación a cualquiera de las asociaciones masónicas. La novedad en esta carta residía en la admisión, por parte de la Iglesia católica, de que podían existir asociaciones masónicas que no conspiraban en ningún sentido contra la Iglesia católica ni contra la fe de sus miembros.
Las dudas no tardaron en plantearse: ¿cuál era el criterio para verificar si una asociación masónica conspiraba o no contra la Iglesia?; y ¿qué sentido y extensión debía darse a la expresión conspirar contra la Iglesia?
El clima generalizado de acercamiento entre las tesis de algunos católicos y masones fue roto por la declaración del 28 de abril de 1980 de la Conferencia Episcopal Alemana sobre la pertenencia de los católicos a la masonería. Como recoge Federico R. Aznar Gil, la declaración explicaba que, durante los años 1974 y 1980, se habían mantenido numerosos coloquios oficiales entre católicos y masones; que por parte católica se habían examinado los rituales masónicos de los tres primeros grados; y que los obispos católicos habían llegado a la conclusión de que había oposiciones fundamentales e insuperables entre ambas partes:
"La masonería -decían los obispos alemanes- no ha cambiado en su esencia. La pertenencia a la misma cuestiona los fundamentos de la existencia cristiana" (.) Las principales razones alegadas para ello fueron las siguientes: la cosmología o visión del mundo de los masones no es unitaria, sino relativa, subjetiva, y no se puede armonizar con la fe cristiana; el concepto de verdad es, asimismo, relativista, negando la posibilidad de un conocimiento objetivo de la verdad, lo que no es compatible con el concepto católico; también el concepto de religión es relativista (.) y no coincide con la convicción fundamental del cristianismo, el concepto de Dios, simbolizado a través del "Gran Arquitecto del Universo" es de tipo deístico y no hay ningún conocimiento objetivo de Dios en el sentido del concepto personal del Dios del teísmo, y está transido de relativismo, lo cual mina los fundamentos de la concepción de Dios de los católicos (.)
El 17 de febrero de 1981, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba una declaración en la que afirma de nuevo la excomunión para los católicos que den su nombre a la secta masónica y a otras asociaciones del mismo género, con lo cual, la actitud de la Iglesia permanece invariable, e invariable permanece aún en nuestros días.
Profundice sobre este tema en el artículo de la Enciclopedia Católica: http://www.enciclopediacatolica.com/f/francmasoneria.htm
Enciclopedia Católica:
Sacrilegio real: El sacrilegio real es la injuria hacia cualquier objeto sagrado que no sea un lugar ni una persona. Este tipo de sacrilegio puede cometerse, en primer lugar, administrando o recibiendo los sacramentos (o, en el caso de la Eucaristía, celebrando) en estado de pecado mortal, y también cuando se hace el escarnio consciente y notorio hacia la Sagrada Eucaristía se considera el peor de los sacrilegios. Asimismo se considera sacrilegio real la vejación de imágenes sagradas o reliquias, el uso de las Sagradas Escrituras y objetos litúrgicos para fines no sacramentales, y también la apropiación indebida o el desvío para otros fines de bienes y propiedades (muebles o inmuebles) destinados a servir a la manutención del clero o al ornamento de la iglesia. A veces se puede incurrir en sacrilegio al omitir algún elemento necesario para la adecuada administración de los sacramentos o la celebración de la Eucaristía, como, por ejemplo, diciendo la Misa sin las vestiduras sagradas.
Año XXII - Boletín Nº 71 - Córdoba, noviembre 20 de 2004
CRISTIANISMO Y PATRIOTISMO
En un nuevo aniversario de la batalla de la Vuelta de Obligado (20-11-1845), que en la Argentina se conmemora como símbolo de la Soberanía Nacional, nos parece oportuno dedicar este Boletín a analizar la relación entre cristianismo y patriotismo. Nos limitaremos a recordar conceptos aprendidos de uno de nuestros maestros, el P. Alberto Ezcurra, difundidos en sus Sermones Patrióticos[i].
Pensar en la patria es un deber, que nos corresponde como argentinos y también como católicos. Es parte del mandamiento que nos manda amar a nuestro prójimo. Y, entre el prójimo, tenemos que querer con mayor predilección a aquellos que están más próximos. Es decir, a aquellos que están unidos a nosotros por lazos de sangre, de lengua, de religión, de cultura, de tradición, de historia.
Y es un deber, también como hijos: el mismo cuarto Mandamiento que nos manda amar a nuestros padres, nos manda también amar a nuestra patria, porque de los padres y de la patria recibimos la vida. Y como estamos obligados a amar a nuestros padres, tenemos que amar también a nuestra patria.
Se podría decir que alguien que no quiera a su familia, que no se preocupe por ella, no es un buen católico. Exactamente lo mismo podemos expresar de quien se dice católico, pero no es capaz de querer esta tierra en la que Dios lo hizo nacer. A este rincón del planeta que se llama Argentina. Porque no nacimos aquí por casualidad, sino que fue la Providencia quien quiso que viniéramos a la vida en este lugar y en este momento histórico.
Ese deber de los católicos para con la patria, es algo que nos enseña toda la historia de la Iglesia, y el magisterio pontificio. El Papa León XIII, el gran pontífice de la Rerum Novarum, documento donde manifestó su preocupación por los trabajadores, amaba también a la patria y nos enseña a quererla. Dice que: “el amor sobrenatural de la Iglesia y el amor natural a la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, porque la Causa y el Autor de la Iglesia y de la Patria es el mismo Dios. De lo cual se sigue que no puede darse contradicción entre estas dos obligaciones.”
Por su parte, el Papa San Pío X, manifestó a un grupo de peregrinos en Roma: “Sí, es digna no sólo de amor sino de predilección la Patria, cuyo nombre sagrado despierta en nuestro espíritu los más queridos recuerdos y hace estremecerse todas las fibras de nuestra alma”. “Si el catolicismo fuera enemigo de la Patria, no sería una religión divina.”
Cuando Juan Pablo II visitó la Argentina, en un momento difícil, les dijo a los Obispos: “La universalidad, dimensión esencial en el pueblo de Dios, no se opone al patriotismo ni entra en conflicto con él. Al contrario, lo integra, reforzando en el mismo los valores que tiene, sobre todo el amor a la propia Patria, llevado si es necesario hasta el sacrificio.”
El sacrificio de quienes entregaron su vida por la patria, nos obliga moralmente a recordarlos y no olvidar nunca a quienes nos precedieron. Pues la Argentina tiene un pasado; tiene una historia particular. Nosotros recibimos la cultura que venía de Grecia y de Roma, a través de España, y, junto con ella, el cristianismo. La fidelidad a esos valores estaba presente en los hombres que nos legaron la patria. Incluso cuando fue necesario proclamar la independencia de España, no se hizo como ruptura con ese pasado, con aquella tradición recibida. Y, especialmente, no se renegó de la tradición cristiana.
La herencia que recibimos implica una responsabilidad. No podemos ignorar que la Argentina contemporánea se ha desviado de la ruta que le señala su tradición. Debemos reconocer que está gravemente enferma; y su dolencia es, principalmente, espiritual. Nuestra patria nació cristiana; los próceres se preocuparon de darle, no solamente un cuerpo, es decir un territorio, sino que quisieron darle también un alma y un alma cristiana. Eso es algo que no podemos olvidar, es algo de lo que no podemos renegar, sin traicionar el sueño de nuestros ancestros.
Quien es considerado, con justicia, el Padre de la Patria, San Martín, fue combatido y obligado al exilio por aquellos que no aceptaban que el alma de la patria fuese cristiana. Que renegaban de la tradición hispánica, pues preferían los postulados masónicos de la Revolución Francesa. Aún desde Europa, San Martín continuó hasta su muerte preocupándose por el cuerpo y el alma de la Argentina. En varias de sus cartas aboga por una mano firme que ponga orden en la patria. Cuando esa mano firme enfrenta al invasor extranjero, en la Vuelta de Obligado, San Martín redacta su testamento, disponiendo:
“El sable que me ha acompañado en la independencia de América del Sur, le será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido de ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla.”
La importancia de conocer la historia nacional, fue destacada por el actual pontífice, siendo todavía Arzobispo de Cracovia: “No nos desarraiguemos de nuestro pasado, no dejemos que éste nos sea arrancado del alma, es éste el contenido de nuestra identidad de hoy.” “Una nación vive de la verdad sobre sí misma.” “No puede construirse el futuro más que sobre este fundamento.” “Que nadie se atreva a poner en tela de juicio nuestro amor a la Patria. Que nadie se atreva.”
Es que la patria es la tierra de los padres. No es solamente un concepto geográfico; incluye un patrimonio cultural y una historia. Los argentinos que vivimos hoy en esta patria, la recibimos como herencia del pasado y debemos transmitirla a las generaciones futuras. Es algo que tenemos en custodia, no nos pertenece. No la podemos vender, ni mucho menos regalar.
Nunca es más grande y fuerte un pueblo que cuando hunde sus raíces en el pasado. Cuando recuerda y honra a sus antepasados. Por eso, debemos mirar hacia ese pasado y recordar el ejemplo de los héroes nacionales, para pensar después en el presente; para pensar en el presente sin desanimarnos, a pesar de todo. Para que, aunque parezcamos una patria y un pueblo de vencidos, no seamos vencidos en nuestra alma, no seamos vencidos en nuestro espíritu, en nuestra manera de pensar, en nuestro compromiso de argentinos y de cristianos.
Frente a la decadencia actual de la Argentina, la peor tentación, mucho peor que la derrota exterior, es la tentación de la derrota interior. La tentación del desaliento, la tentación de la desesperación, la tentación de pensar que no hay nada que hacer. La tentación de rendirnos; la de olvidarnos lo que nos enseñaba el P. Castellani: de que la pelea vale la pena pelearla, y de que Dios no nos exige que venzamos, porque a vences el triunfo no depende de nosotros, pero Dios sí nos exige que no seamos vencidos.
Queremos terminar recordando la última parte de la Oración rezada por el P. Ezcurra, con motivo de la repatriación de los restos de Rosas:
“Te rogamos Señor, que le des a Don Juan Manuel de Rosas el descanso eterno; y que a nosotros nos niegues el descanso, nos niegues la tranquilidad, la comodidad y la paz, hasta que, con los escombros de esta Patria en ruinas, sepamos edificar la Argentina grande que Juan Manuel amó, en la cual soñó y por la cual entregó su vida”. Así sea.
Editor: Centro de Estudios Cívicos
Redacción: Mario Meneghini
Pedro J. Frías 330 (5000) Córdoba
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[i] Ezcurra, Alberto Ignacio. “Sermones patrióticos”; Buenos Aires, Cruz y Fierro Editores, 1995.